18 de abril de 2024


Historias que entretienen

José Markanox

Cuando recuerdo a mi abuela entiendo que, el Ángel de la Guarda existe, que los cuentos e historias tienen mayor sentido, que es compañía segura en los primeros juegos, es quien te soba la barriguita cuando el dolor no cesa o cuando te “picas la boca” busca el papelón endulzándote los labios.  Recuerdo a mi abuela con su risa cómplice que guardaba mis travesuras de niño inquieto, también recuerdo la severidad de su cara cuando no decía los buenos días o se me olvidaba pedir la bendición a mis padres. Era mi abuela un caudal inagotable de narrativa testimonial a la sombra de una mata de mango, encendiendo su tabaco y fumándolo con la candela pa´ dentro, como señal del término de la conversa. ¡Dios cuanta sabiduría tenía a mi lado!  

Mi abuela tenía un fogón en su cocina, como muchas de las abuelas en todos los pueblos de esta tierra. Arriba estaba la troja, construida para guardar el maíz y otras especias; encima del fogón un listón de madera de ébano, del cual pendía un gancho para colgar la carne y preservarla, y al lado, el viejo molino sustituto de la ancestral piedra de moler. El fogón estaba muy bien paradito bajo el rancho, que lo cobijaba todo, para evitar la lluvia impertinente y, además, complementado con tres piedras hermosas traídas quien sabe dónde. Pues dichas piedras eran guardadas por la abuela, en un rincón de la cocina, con mucho celo como quien guarda un tesoro o secreto del sabor de su comida. Lo cierto es que una noche de lluvia fuerte, yo como niño al fin, me paré de madrugada medio dormido porque me estaba “miando”, no tuve mayor tino que correr precisamente al rincón donde estaban las piedras de fogón y las oriné todas. ¡Ay Dios que pecado! En la mañanita la calentura de la abuela era tanta que decidió no colar su sabroso café y nos puso a esperar solo el almuerzo.

A mi abuela le compraron una cocina a kerosene, la novedad del momento. Sin embargo, no le fue infiel a su fogón y siguió utilizándolo para hacer su café y los hervidos en las ocasiones especiales. Luego la cocina de kerosene entro en desuso con la aparición de la cocina a gas que de igual forma pudo utilizarla en sus quehaceres domésticos sin dejar nunca su fogón compañero de penurias y fortunas. Mi abuela pudo conocer en su longeva vida la cocina eléctrica pero nunca dejó, hasta el final de sus días, de colar su cafecito en su fogón compañero.

Hoy mi abuelita no está y mis padres se fueron con ella a conversar al cielo. Yo mientras escribo para ustedes, el recuerdo me acongoja y lágrimas se deslizan por mis mejillas mientras presuroso mido las palabras que no tienen fin.  No puedo contener el llanto, me levanto, salgo al patio y veo el fogón herencia de una vida, de un amor, de una familia y con profunda ansiedad vuelvo a encenderlo.

Lentamente su llama va prendiendo y creciendo el fuego en libertad, mi mirada se pierde en la infinidad de chispas y mi espíritu vuela en el tiempo para ver al hombre en su estado primitivo producir el fuego y desde allí mantener viva esa llama, de generación en generación, hasta llegar mi abuela, hasta llegar a mí.

Mi abuela me dejó una enseñanza en una prediga, decía que nuestros corazones fuesen como el fogón, calientitos siempre, que oliéramos tan sabrosos como un hervido de gallina, que nuestras palabras fueran como el carbón para aromatizar la casa con el incienso y que nuestra alma al final de nuestros días fuese limpiada con la pureza de la ceniza.

Es que el fogón siempre será el lugar donde todos los seres humanos podamos estar juntos, sentados a su alrededor, como hermanos, como familia.

In memorian de mis abuelas: María Moya y Tomasa de Belgoderi

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